La ciudadela de Roma y el Capitolio corrieron un grave peligro. Pues los galos, sea que hubiesen observado huellas humanas por donde había pasado el mensajero de Veyes, sea que por sí mismos hubiesen observado junto al templo de Cementa una roca fácil de subir, como una noche ligeramente iluminada primero hubiesen enviado delante a un hombre desarmado para que examinase el camino, y al que entregaban después las armas donde hubiese algún lugar abrupto, apoyándose unos a otros, ayudándose recíprocamente y tirando unos de los otros, conforme lo exigiese el lugar, lograron llegar a la cumbre en medio de un silencio tan grande que no solo engañaron a los guardianes, sino que ni siquiera despertaron a los perros, animal atento a los ruidos nocturnos. No engañaron a los gansos sagrados de Juno, a los que había protegido a pesar de la suma escasez de comida. Esto fue lo que les salvó; pues sus gritos y aleteos despertaron a M. Manlio, que había sido cónsul dos años antes y hombre distinguido en la guerra: tras coger de prisa las armas, se lanza al mismo tiempo que llama a los soldados a las armas y, mientras los demás corren precipitadamente, derriba con un golpe de su escudo a un galo que ya se había situado en la cima.
Tito Livio, Los orígenes de Roma, Libro V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario